jueves, 1 de noviembre de 2012

EL GALLO PELEÓN


Como los que sois más mayorcitos y mayorcitas sabéis, en aquellos tiempos de finales de los años cincuenta del siglo pasado, si se compraba un pollo no te lo daban ya muerto, pelado y preparado para cocinar. No digo yo que no los hubiera, pero era bastante más barato comprarlo vivo y cacareando y, después, espabílate tú en casa. Así que cuando entraba pollo, conejo, o cualquier otro bicho comestible al que había que sacrificar, salvo que estuviese mi padre, que era raro verle por casa por su trabajo, me tocaba a mí enfrentarme a la "fiera" y tratar de acabar con ella.

Un año, próximos a las fechas navideñas, le regalaron a mi madre por unos trabajos de costura que realizó, un pollo. Mejor dicho, un inmenso gallo de corral con unos espolones que para sí quisiera de espuelas el mismísimo John Wayne cuando se calzaba las botas de montar. Lo soltaron en el patio donde campaba a sus anchas alimentándose de todo cuanto se le echaba. El bicho era impresionante, de una envergadura que a mí se me antojaba que más que gallo era avestruz. Tenía una cresta roja, ladeada hacia un lado de forma chulesca, que movía con gesto de “aquí estoy yo, y si tienes huevos acércate” que daba auténtico miedo. Te miraba desafiante, con el pico entreabierto, emitiendo un ruidito gutural que era pura provocación. Y la cola, enorme, un auténtico arco iris de plumas que lucía pavoneándose con el descaro de quien se sabe fuerte y poderoso. Las patas eran como dos estacas, rematadas por dedos fuertes de sobresalientes uñas. Y de los espolones, ya lo dije antes, dos auténticos chuzos de sereno lo que tenía este animalito en los zancajos.

Y llegó el día de Nochebuena. Y había que matar al gallo. Mi madre, la pobre, imposible. Mi tía-abuela Isabel, demasiado vieja como para pillarlo siquiera. Mi hermano, con dos años menos que yo, se cagaba de miedo con sólo verlo. Así que todas las miradas se depositaron en mi persona. De acuerdo, ya había matado alguna que otra gallina, y hasta algún conejo… pero es que aquello no era un inocente pollo de cría industrial, aquello era un asesino en potencia, un púgil perfectamente entrenado y preparado para llevarse por delante al más pintado.

Pero a mí, cobarde, no me lo ha llamado nadie jamás en mi vida, así que, como el torero en la plaza ante la presencia del morlaco que le ha tocado en suerte, me armé de valor y preparé los pertrechos necesarios para acometer la faena. Saqué el cuchillo de matarife que se guardaba para estas ocasiones, comprobé el filo de la hoja que me pareció necesitaba de un repaso con la piedra de afilar, como así hice, puse a calentar agua, preparé el balde donde iba a echarla para escaldar al bicho una vez muerto y poder arrancarle las plumas con mayor facilidad, dispuse de la banqueta donde me sentaría y la palangana para verter la sangre y… me dispuse a enfrentarme a la fiera, que no sé por qué me parecía que barruntaba mis intenciones y me miraba aviesamente, dando paseos en círculos, como esperándome. Cerré bien las puertas del corral, tanto la trasera como la principal que daba a la casa, asegurándome que el animal no tuviese ninguna escapatoria y, arremangándome, empuñé el cuchillo dispuesto a enfrentarme al bicho. 

En principio, la operación de degüello parecía fácil. Ya lo había hecho otras veces: Se trataba de coger al animal de manera que no pudiera aletear mucho, doblegarlo en el suelo con las patas para abajo mientras me sentaba en una banqueta, abrir sus alas, pisarlas con ambos pies para sujetarlas, cogerlo del pescuezo, quitarle a la altura media del mismo la porción de plumas que lo cubre para dejarlo al descubierto y… asestar el tajo mortal con el cuchillo al tiempo que con la mano se le rompe el cuello para acabar cuanto antes con su vida. 


Así de simple y sencillo. O eso parecía…
 

Pensé que con el cuchillo en la mano poco agarre podría hacer con un animal tan grande, así que lo solté junto a la banqueta y la palangana y me fui a por el gallo para que, una vez abrazado, volver con él y proceder al sacrificio. El animal cuando me vio acercarme hizo un amago como de querer huir, pero el instinto de gallito fiero le pudo y me presentó cara. Igual también vio en mi tan poca cosa que pensó: “a este media-torta, como se acerque, le arreo un par de espolonazos y me lo saco de encima en un santiamén”. 
Cuando vi que me plantaba cara se me erizaron los pelos del cogote y me invadió una sensación de acojonamiento que no presagiaba nada bueno; puede, incluso, que tragara saliva y una cierta duda se apoderó de mi mente: “¿podría dominarlo?” 

Despejé los temores y avancé decidido hacía él con los brazos abiertos en el intento de echarle el guante, pero el volandero del gallo al verse acosado revoloteó hasta la altura de mi cara tirándome los espolones, en un claro aviso de que allí iba ha haber guerra. No me amilané, volví a embestir para poder abrazarlo y anular su vuelo, pero el muy ladino me esquivó, al mismo tiempo que un aleteo convulsivo fustigó mi cara y brazos. 
El cabrón se mantenía a cierta distancia y se paseaba parsimoniosamente de un lado a otro con las alas huecas, emitiendo un amago de cacareo como diciendo: “acércate, valiente, que te voy a dar la del pulpo”. Me daba cuenta que intentar abalanzarme sobre él era perder el tiempo. Con terreno por detrás, el jodío esquivaba todas mis embestidas y encima salía yo salía mal parado porque no me libraba de algunos dolorosos aletazos y arañazos de sus patas. Y menos mal, que a pesar de que lo intentaba, los espolones, de momento, no llegaron a alcanzarme.

Así que lo fui acorralando poco a poco contra una esquina, donde por un lado había una gran tinaja que recogía agua de lluvia, y por otro la pica de lavar la ropa. Cuando me pareció que estaba lo suficientemente encerrado como para no poder maniobrar con soltura me abalancé de nuevo sobre él. La táctica, en principio, dio resultado y a pesar de que abrió las alas para emprender el vuelo no pudo hacerlo con soltura por las limitaciones del espacio y pude abrazarlo aunque con mucha dificultad. Un ala se había liberado y a causa del compulsivo aleteo la paliza que me estaba dando más la inestabilidad que ello me provocaba hacía peligrar el agarre. Por otro lado, el bicho espoleaba y más de una vez consiguió aguijonearme las caderas, produciéndome gran dolor. Total, que no pudiendo resistirlo más tuve que soltarlo.


Empezaba a entrar en un cierto punto de desesperación frustrante. Por otro lado, veía la sonriente cara de mi hermano al otro lado del cristal de la puerta y eso aun me mortificaba más. Tenía la expresión de “¡no querías hacerte el chulito, pues toma castañas!” 

Quedaba claro que a brazo partido no podría con aquel bicho. En ese sentido me ganaba en fuerza y agilidad, así que en mi ya creciente ofuscación opté por la poca ortodoxa forma de doblegarlo a base de escobazos. Falsa ilusión. Lo único que conseguí fue arrancarle algunas plumas y romper la escoba de caña y palma que se usaban entonces para barrer.
 Mi cabreo era proporcional a la vergüenza y el apuro que estaba ya pasando por culpa de aquel “cóndor de los andes” que no se dejaba matar ni por asomo. Y acordándome de las películas de Tarzán decidí hacerlo al estilo del rey de la selva: a cuchillazo limpio. Cogí el cuchillo, lo empuñe con la hoja hacia abajo para que la contundencia de la puñalada fuera más efectiva y volví a acosar a la fiera como si nos encontráramos en la arena del circo romano. Para entonces, yo ya presentaba las señales de la pelea. La ropa rota y sucia, rasguños y magulladuras por todos lados, un buen puñado de plumas flotando por el aire, y algunas de ellas aparcadas en mis ropas y el pelo.

Decidido, me fui de nuevo para el animal, con la pretensión de acabar con él de un navajazo. Pero ni por esas. Yo ya derrotaba cuchilladas de un lado a otro esperando que la suerte hiciese que en una de ellas me encontrara con el cuerpo del maldito gallo, pero lo único que conseguía era una algarabía de carreras, vuelos alocados, imprecaciones por mi parte, cacareos locos por parte del gallo, y el descojono de mi hermano que se lo estaba pasando en grande detrás de la puerta.
 Llegué a tirarle hasta la banqueta, la palangana y cualquier cosa de cierta contundencia que me encontraba. Hasta el cuchillo, cogiéndolo por la hoja, al estilo de cómo había visto en las películas. Pero el maldito gallo no doblegaba, no había manera de acabar con él. Finalmente, logré agarrar al gallo por una pata mientras este revoloteaba casi arrastrándome por todo el corral. En ese trance apareció mi madre que había salido antes de que me dedicara a intentar matar a quien, en realidad, me estaba dando una soberbia paliza. Había llegado acompañada por un tío mío, casado con una hermana de mi padre, que conducía el camión que proveía de harina a la panificadora del pueblo. Mi pobre madre se echó las manos a la cabeza cuando vio el desaguisado, y mi tío Juan fue el que se encargó de sacrificar al jodido gallo, no sin antes costarle sus buenos esfuerzos. Tuvo que ser curado de un espolonazo en el antebrazo, que llegó a sangrar. 

Y como siempre sucedía, cada vez que me metía en algún berenjenal, mi pelea de gladiador con el dichoso gallo fue parte de la comidilla familiar aquellas navidades. Hubo un gracioso que opinó que por poco, en vez de comernos al gallo, me hubiesen comido a mí, con el gallo sentado a la mesa. Se descojonaron de risa, pero a mí no me hizo ninguna gracia el chiste.

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